Gabriel se fue a vivir a Madrid hace dos semanas. Será su primera navidad solo en Europa. Las navidades europeas son distintas a las argentinas, el invierno te hace vivirlas distinto.

Solemos estar más vulnerables en invierno y es más probable que la soledad nos atraviese y nos lastime. No es excluyente, claro. Podemos estar tristes en el mejor de los paraísos tropicales, porque la soledad viaja siempre con nosotros, cuando duele y cuando no. Y a veces es nuestra única compañía.

Cuando viví en Madrid, hubo una Navidad en la que estaba muy triste, bastante solo y sin nada que festejar. Vivía en Lavapiés, muy cerca de donde Gaby está viviendo ahora. Me había separado de Vanesa un tiempo antes y estaba en una de esas épocas en las que se me acumulan las derrotas.

Iba a pasarla solo pero a Javier se le había muerto su padre en esos días y estaba tan peleado con las fiestas como yo así que organizamos una Antinavidad: Hicimos fideos –la comida menos navideña que se nos ocurrió–, no hubo regalos, no bridamos a las doce… y no recuerdo por qué, pero tenía una cabeza de títere de Papá Noel, y nos pareció consecuente ir quemándola con un encendedor a modo de venganza con la vida. La tengo hasta el día de hoy, supongo que como recordatorio de una de las veces que toqué fondo, porque acordándonos de cuando caímos también nos acordamos de cuando nos levantamos.

Días después mis amigos Gustavo y Alejandra me invitan a pasar año nuevo con ellos y otras personas. Ese 31 de diciembre conocí a Aurore, que había venido de Francia a hacer un máster en Filosofía y durante unos meses destruyó todas mis penas de amor con su belleza, sus besos, su locura y esa fuerza incontrolable que le daban sus 22 años. Era fuego, y viento, y raves, y marcas en el cuello, y risas, y quilombos, y palabras en francés recitadas al oído.

Me decía j’ai froid cuando tenía frío y me abrazaba y yo la abrazaba y definitivamente Aurore hizo que ese invierno fuera mucho más cálido, y que doliera muchísimo menos.